Podría hablar del calor… El agobiante calor que hace en la ciudad; un calor que me hace arrugar la cara para respirar, que nos hace andar como tortugas aplastadas.
Podría hablar del olor, de la fritanga callejera, del tufo de millones de personas trabajando y transpirando y escupiendo sonoramente, de los desechos en los tantos callejones, del aire a pescado, de las especias fuertes y de la mezcla de todo eso, tan distinta de la que olimos hace unos días en Estambul, donde el invierno, el legado de la ruta de la seda y algo de refinamiento bizantino preservado por la religión hacen de los aromas de esa capital un deleite—aunque mermado por la impresionante cantidad de tabaco que se fuma por todas partes.
Bangkok es otro tipo de capital. Podría hablar del culto al rey, cuyo color representativo—el amarillo—tiñe la mayoría de los banderines y de la ropa local, entre la cual se puede ver remeras que rezan “We love the King”. La imagen del monarca, un tipo que, por lo demás, presenta un aspecto pedestre y apático, está impresa en todos los billetes y se ve expuesta en incontables espacios públicos: adorna bulevares, encabeza ochavas, aparece en medio del río a bordo de una especie de bote-altar que flota frente a una orilla donde refulgen las palabras “Long live the King”. Sí, en inglés, como para alardear de la adoración ante los turistas que hormiguean por esta metrópolis oriental los 365 días del año.
Podría hablar, por qué no, de la otra adoración, la menos terrenal… o tal vez no tanto, considerando la contundente materialidad de los miles de Budas dorados que habitan los diversos, recargados y brillantes templos figurando en diversas posturas con sus respectivos mudras, entre los cuales se destaca el gigantesco Buda reclinado que apenas cabe dentro de la enorme habitación que lo aloja. Es cubrirse hombros y rodillas, descalzarse, pisar el mármol pulcro y observar a esta sonriente deidad que se parece más al joven y atlético Siddhartha que al gordito bueno que es hoy objeto decorativo popular en la moda occidental. Este Buda sabe algo que nosotros no sabemos, está muy claro. Y la ciudad exhibe carteles que nos recuerdan que su imagen es para ser venerada, no tatuada. Sin embargo, mirando a quienes se arrodillan ante él y repiten oraciones ininteligibles, no puedo evitar pensar que esa actitud está igualmente errada… que incluso me resulta más respetuoso disfrutarlo como objeto estético que divinizarlo y prolongar la adoración de una figura externa, lo cual nos ubica por debajo de una condición que sus enseñanzas han precisamente revelado interna y universal. Un famoso koan zen instruye: “si te cruzas a un Buda por el camino, córtale la cabeza”, es decir, no proyectes fuera ese estado intrínseco dado sólo por la experiencia y que resulta en esa sonrisa que ha devenido emblema casi oficial de este país.
Podría hablar de esa sonrisa, a veces genuina, a veces protocolar… a veces inexistente, como en los casos de desesperante regateo o de discusión entre los agentes turísticos y los oportunistas que te ofrecen descuentos poco reales. Nunca se sabe cuándo terminarán de hablar (ni mucho menos el contenido de lo que se dicen); parecen más interesados en pelear entre ellos que en cobrar mi dinero. Nos habían dicho que en Tailandia está muy mal visto elevar la voz, que la agresión es tabú… Podemos refutar esto. También nos habían dicho que la prostitución abunda y es alevosa… Afortunadamente también podemos refutar esto, aunque quizás no hemos recorrido lo suficiente como para dar una opinión bien fundamentada. Sí podemos decir que hay juguetes sexuales a la venta a plena vista en una feria callejera de Bangkok. Nos habían dicho que todo era increíblemente barato… Podemos certificar esto, y asimismo hacer una gran salvedad: entre pitos, flautas, transporte, comida, excursiones, alojamiento y alguna prenda de ropa hiper codiciada en el Buenos Aires hippie chic, se termina gastando mucho más de lo que uno calculaba. Nos habían dicho que la comida era excelente. Nos habían dicho que la comida era implacablemente picante. Podemos declarar que, para nuestro gusto, la comida oscila entre aceptable y muy rica, y que se consigue eludir con bastante facilidad la pimienta y el pimiento—se recomienda invocar las frases mágicas “mai pet” (“sin picante”) y “mai sai prik” (“no le pongas chili”).
Podría hablar del caos del tránsito, no mayor al de Buenos Aires, pero sí invertido (se conduce por la izquierda) y condimentado por taxis color magenta o verde, tuk-tuks, calles que son peatonales hasta que pasa una moto o un auto, carritos humeantes de comida al paso a la cual aún no nos animamos, vendedores ambulantes de pinchos de escorpión, mesas de restaurantes y puestos de ropa que alternan con reposeras de masaje donde se adormilan públicamente viajeros de todas las nacionalidades frente a masajistas que ni los miran mientras los tocan, y peceras de pedicura acuática que hacen chillar de impresión a los turistas osados.
Podría hablar de la curiosa ausencia de sábanas en los hoteles, cosa rara que también experimentamos en Turquía: es frazada o nada. En los baños públicos es inodoro o letrina. Podría hablar del tren nocturno de Bangkok a Phuket, una especie de lujo destartalado. Podría hablar de cómo te vuelven loco intentando venderte cosas repetitivamente en thai-inglés, de lo difícil que es comunicarse, de cómo te estafan unos y de cómo te atienden otros. Podría hablar de personas que son menos humanos que máquinas de hacer dinero, o de la simpática y excelente atención que nos dieron las travestis—ladyboys—que llevan adelante las excursiones hacia las islas Similan. País extraño, éste en que el travestismo es más aceptado que el topless y las muestras públicas de afecto. Quizá sea un efecto de la influencia hinduista, con su fusión de energías masculina-femenina y sus celebraciones que a veces se sirven del travestismo de bellos muchachos.
Podría hablar de Phuket, una especie de segunda capital turística que no ofrece nada atractivo excepto la cercanía de las playas y la ciudad vieja. Esta zona es muy pintoresca, una especie de Palermo soho oriental donde los domingos al atardecer comienza una feria callejera muy entretenida. La recorrimos durante varias horas, disfrutando de la alegría de la gente, las orquestas de jóvenes músicos, las estatuas vivientes, la ropa y la variedad de curiosa comida local. Es indispensable la experiencia de probar frutas como el dúrian, con su aspecto de melón pinchudo, el rambután, que parece una anémona verde y roja, o la fruta de dragón, de exterior magenta y con aletas e interior blanco con puntos negros (el sabor es parecido al del kiwi).
Podría hablar de Similan, un archipiélago-parque nacional donde algunas noches se huele (y se ve) la quema de la basura producida por tanta gente que viene a apropiarse de las islas por un rato… Nada grita tanto la actitud de apropiación como la huella de desechos inorgánicos que algunos ni siquiera intentan limitar a los tachos y que a veces se ve flotando cerca de la orilla. Acá sólo se llega con excursión, tras medio día de snorkel y beach-hopping. Acá se usa pulserita de color y ese color indica qué y dónde se come. Acá hay cantidad de turistas rusos que se dedican, de noche, a beber y gritar y, de día, a posar para la cámara—tanto hombres como mujeres—en posturas dignísimas de la revista Caras. Acá la arena, el agua, la vegetación, son divinas. Acá hay unos pájaros con forma de perdices y plumaje de pavo real. Hay cangrejos sobre rocas gigantes. Hay ratones que salen a la noche a recorrer la arenosa isla donde está permitido quedarse a dormir. Acá decidimos quedarnos tres noches, noches de estrellas gloriosas que compensan un poco el hecho de que, acá, la fruta es V.I.P., no hay comida que no sea frita, y los vegetarianos tienen una única opción de plato (es decir, no hay opción).
Podría simplemente hablar del mar… Al fin el mar. Azul, turquesa, entre selva, recibiéndonos con peces de colores y formas que nunca había visto, tortugas marinas y el arruyo eterno que llega hasta la carpa. Vale todo el trajín.
Acá descansamos. Intentamos descansar de todo lo otro, aquello de lo que realmente quiero hablar.
Quiero hablar del otro viaje, que es el mismo pero en lo profundo: el verdadero, el interno, el núcleo de toda anécdota protagonizada por el desplazamiento de un cuerpo por el planeta—y lo digo sin devaluación alguna hacia el cuerpo, que, como pude comprobar gracias a la fritura omnipresente, a los traslados nocturnos en buses en que el único baño resultó ser una bolsita Ziploc, y a un barco a motor donde la náusea fue la estrella del momento, sin bienestar físico no hay viaje posible más que al Infierno.
Quiero hablar de lo que pasa a través de un cuerpo que se mueve como nunca antes. Un ser que continúa desvistiéndose de su persona, ahora lanzado al abismo más envidiable que existe… pero abismo al fin, tan épico como los relatos que despierta: el abismo de viajar casi sin límites, de buscar otro lugar despojado del abrazo—cariñoso o constrictor—de la ciudad natal, la casa, la familia, los amigos, el terapeuta, el trabajo, la cotidianeidad conocida. Es la deriva casi absoluta, de un vértigo inusitado... y puede parecerse al Paraíso o al peor Limbo, dependiendo del estado interno con que se pise, nade o vuele cada sitio.
Además del equipaje y de una fortuna heredada que promete durar algunos meses, lo único que ‘tengo’, si se me permite el término en bondadosa concesión hacia los temporariamente desposeídos, es la pareja. No es menor. De hecho, es mayúsculo, es determinante, es sine qua non (literalmente “sin lo cual no” hubiera emprendido esta aventura), y agradezco cada día ser parte de esta molécula de amor. Cuento con un hombre que me abraza la alegría y el pánico y me ayuda a aceptar todo lo que trae este proceso que es, ni más ni menos, la pérdida de la identidad. Cuando lo último que me inspira es recorrer y daría mi reino por algo que me defina, algo que me identifique… no me queda más que maullar y recordar que esto es lo que yo pedí.
Todavía no hace tres semanas desde que partimos físicamente de Buenos Aires. Pero el proceso empezó mucho antes; desde hace más de tres meses no paramos de correr. Trámites, seguros, vacunas, visas, dinero, mudanzas, despedidas… Toda nuestra historia está embalada en cajas y en pen drives que han quedado atrás. Estamos lejos de nuestras familias, y dar cauce a una familia conjunta requerirá de una estabilidad que en estos instantes nos es ajena. Los amigos son palabras en aparatos que es necesario enchufar cada dos días. Hay extraños viviendo en nuestras casas (y la casa, simbólicamente, es la psiquis). Las calles que conocemos, que amamos y que odiamos están a 10 husos horarios de distancia. No conocíamos ninguno de los lugares que elegimos recorrer, como desconocíamos los espacios mentales y emocionales que ellos van afectando. No conocemos los idiomas, y el más importante resulta ser el idioma sagrado de los dos, el de siempre, con refuerzos, enmiendas y atenciones especiales necesarias para el caso. No conocemos el funcionamiento social por aquí, como tampoco podíamos imaginar la nueva dinámica de pareja que se va construyendo en el marco del traslado y la re-administración constante, el acarreo físico de objetos funcionales a la vida civilizada, y la lejanía de todo lo habitual. No estamos físicamente preparados para la comida de estos meridianos, así como no sabemos qué nos proporcionará el alimento dentro de unos meses, cuando haya que pensar en un trabajo y las necesidades se batan a duelo con los sueños de ‘lo que siempre quise ser’. No estamos acostumbrados a vernos rodeados de una raza diferente, así como nos cuesta reconocernos en el espejo cuando, de lo que conocemos o suponíamos conocer, apenas queda el cuerpo. ¿Quién es esa mujer joven de rulos de mar y mirada indescifrable, que a veces se siente una niña y, a veces, una anciana? ¿Quiénes somos acá, si lo que creíamos ser allá parece un querido cuento? No nos conocíamos en movimiento perpetuo… y eso es lo que es la vida… aunque reconozco que esta fase de la aventura constituye un extremo.
¿Es acertado apuntar a ser quien quiero ser? ¿Es sabio querer (ser) algo además de lo que (se) es a cada momento? ¿Qué clase de fuerza hace falta para este despojo en movimiento?
La fuerza parece ser a la vez centrífuga y centrípeta. Dejar volar capas mirando siempre al centro. No se trata de encontrar una nueva casa, sino de descubrirme como tal. Yo quiero saberme mi casa, y quizás no tener otra por ahora sea el camino real hacia ello… Habitarme. Vivirme. He de disfrutar del camino, porque el resultado no ha sido siempre más que una imagen virtual de mí misma, que compruebo tan inalcanzable como limitada y estéril. Ir por donde quiero, ignorando convenciones y guías que no resuenan conmigo. Ser fiel a mi verdad de cada instante, sin excepciones y sin imponerla a nadie. Hacer lo que amo, aunque nadie me pague por ello. Cultivar la paciencia. Jugar. Abrirme a que quizás el trabajo que vendrá me es hoy desconocido, o que podré inventarlo solamente a partir de esta deriva consciente. Como llegó la pareja, llegará lo demás… Confiar en el crecimiento del amor en que me enraicé, un estado que es como una infinita nacionalidad. Amar. Respirar. Invocar a la diosa Vacación cuando arrecian las urgencias y la intimidad condensada. Dar lugar a la magia de siempre y aceptar también que se transforme según los cambios impredecibles. Alivianar el equipaje, necesitar cada vez menos. Saber que nada se tiene, que las cosas y los seres sólo pueden fluir a través de nosotros; procurar volverme un amplio canal por donde pueda fluir abundante vida. Saberme merecedora. Tomar lo que se me da, y dar con placer. Agradecer. Cantar, y escribir, y compartir. Alguien querrá oír.
Phuket, Tailandia, Diciembre de 2014
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