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Singapur (y una pizca fallida de Indonesia)

Saludos desde el futuro. Vengo en son de paz, o en son de caos, dependiendo del momento… pero siempre con buenas intenciones. Te traigo noticias desde el año 2015, que ya empezó a untarse sobre nosotros y que pronto llegará hasta ti. Pero no te confundas: ninguna noticia es objetiva, ningún viaje en el tiempo y en el espacio es objetivo. Así que no esperes la típica reseña turística, que es la teta de silicona del mundo viajero: llamativa, sospechosa y artificialmente ‘para arriba’, salida de un molde, sin personalidad propia y sin la riqueza viva y honesta de un ser humano único. Lo que acá te traigo es the real thing. Las aventuras y desventuras de mi viaje intraplanetario, tal como pasan a través de mí; quizá tan ajenas a vos como las tetas de silicona pero, eso sí, infinitamente más personales e interesantes. Lo que tenés en frente es algo que sólo yo te puedo contar.


Hace más de un mes que, por razones de cargamento y experimento, no uso acondicionador ni crema de enjuague. Hace más de un mes que tampoco tengo gomitas de pelo—lo cual, dado el clima de los lugares por donde ando y considerando la naturaleza de mi pelaje, es una hazaña en sí misma. Hace casi un mes que no veo a otro argentino además de mi pareja. Y un mes acá no es lo mismo que un mes allá. Esto de viajar así por el espacio no solamente abre esta brecha de tiempo que me depositó en el futuro, sino que abre también el abanico del tiempo mismo de tal manera que una semana se transforma en un año luz de experiencias cósmicas. Hoy voy a reportar gran parte de la secuencia de experiencias ciclotímicas de la última quincena, que osciló entre la felicidad radiante y la desesperación absoluta. Por motivos de administración textual y memorística, voy a entregártelas por separado. Quizá sea el formato más acertado, siendo que la palabra se acerca pobremente a la vivencia y, de esta manera, podré arrimarte mejor a la garrapiñada de emociones que sentí en cada ocasión.


¿Quién lo hubiera dicho? (O ¿quién fue el maldito bastardo que no llegó a decirnos?) Resulta que ésta es una de las partes del mundo donde no conviene venir a improvisar. Nuestro acostumbrado modus operandi como viajeros experimentados, así como la tranquilidad presupuesta cuando uno invoca la idea de “vacación”, han sido abofeteados a menudo recientemente.


Condensado de desventuras:


El fiasco de Kota Bharu


Hace dos semanas (o dos años luz), en Malasia, fuimos entusiasmadísimos al aeropuerto de Kuala Lumpur para tomar un avión a Kota Bharu, en la costa, con la idea de llegar en barquito a las islas Perhentian, efusivamente recomendadas. Shock número 1: recién llegados al aeropuerto de Kota Bharu, ilusa, pregunté a alguien por el traslado a las islas y quedé estaqueada cuando me contestaron que las islas estaban cerradas… hasta Febrero. Resulta que, a diferencia de Tailandia, Camboya y Vietnam, que eran nuestros primeros destinos pensados, en Malasia e Indonesia esta época del año es la temporada de monzón… Fabi se había ido al baño, y yo en mi mente de gelatina no encontraba cómo darle la noticia de manera que resultara no tan violenta. Por supuesto, con los ojos como platos y la mano apretujándome la cara le anuncié la novedad que explicaba por qué éramos los únicos dos blancos en el avión y en todo el aeropuerto. Decepcionados, confundidos acerca de cómo proceder y amargados por el gasto de dinero, pasamos varias horas rodeados del equipaje en un mediocre café mirando la lluvia que no paraba de caer fuera del vidrio, y resolvimos resignar la playa por un tiempo y volar al día siguiente a Singapur, otro país que estaba fuera de nuestros planes pero que quedaba cerca y ofrecería una urbanidad interesante independientemente del clima. Shock número 2: una dificultad adicional fue el darnos cuenta de que nos habíamos quedado sin efectivo local y sin cajeros abiertos… No podíamos comer ni quedarnos en ningún lado que no fuera el aeropuerto. Tuvimos que hacer tejes y manejes hasta lograr encontrar la manera de pasar la noche en un hotel patético y desproporcionadamente caro, y volvimos a la capital al día siguiente. Por tercera vez en cinco días nos recibió el aeropuerto de Kuala Lumpur, esta vez hospedándonos por muchas horas. Una de sus particularidades son las zonas alfombradas donde la gente puede descalzarse y descansar—y rezar, como vimos en el caso de grandes grupos de musulmanes—o practicar con el ukelele, en mi caso. Yo ya me sentía Tom Hanks en La terminal.


Intentando recomponernos, abandonamos los Ringgits, la moneda malaya, por el estatosférico dólar de Singapur: shock número 3. Nuestra ignorancia y atolondramiento se estrellaron contra el hecho de que esta nueva movida implicaría algo parecido, económicamente, a pasar unos días en Nueva York. Respiramos el pánico y tomamos un taxi al hostel que habíamos reservado ‘de raje’. Shock número 4: lo que pensábamos que era una reserva de habitación doble privada era, en realidad, una reserva de cama doble en una habitación compartida. Me resigné a la caja de zapatos donde cabíamos seis personas encajonadas y, conteniendo el llanto, salí para que fuéramos a cenar cerca del hostel, que quedaba en los márgenes del barrio indio. Lo único abierto a esa hora fue un restaurant chino que hoy apodamos “el restaurant del terror”… Salones y salones con mesas y mesas y mesas de gente gritando y decenas de mozos entregando comida frita indescifrable. Llanto: inevitable. La sensación: ¡¿adónde caímos?!


Pero es increíble como la ubicación te cambia el panorama por completo. Al día siguiente huimos hacia otra parte de la ciudad y comenzamos a ser inmensamente felices. Tras unos días de recorrido y de nueva paz (el contenido aparece debajo, en la sección de aventuras), tomamos la decisión de volar a Vietnam y retomar así nuestro periplo inicial. Fue entonces que sobrevino la segunda, y más intensa, catástrofe.

La catástrofe de Bintan


Luego de pasar horas averiguando y comparando precios por internet, actividad que agobia y marea, compramos pasajes para volar a Ho Chi Minh al día siguiente. Se había hecho tarde y estábamos tomando café y chocolatada antes de irnos a dormir. Gracias a que se nos ocurrió hacer el check-in online, nos sorprendimos al darnos cuenta de que no habíamos sacado vuelo para la noche siguiente, como habíamos pensado, sino para la mañana temprano… Nerviosos, dormimos menos de 4 horas, salimos con todo el equipaje a la madrugada y tomamos un taxi al aeropuerto. Mientras hacíamos la cola para despachar la mochila grande, en medio del sopor caímos en la cuenta de que nuestras visas para entrar a Vietnam inauguraban su vigencia en Enero… Para hacerla corta, decidimos pagar una multa y pasar la fecha del vuelo para el 2 de Enero. Juntamos todo y tomamos el metro y un bus de vuelta a la ciudad, pero esta vez directo al puerto. Sacamos pasajes de ferry hacia Bintan, una isla que queda a menos de una hora de distancia de Singapur pero que pertenece a Indonesia, por lo cual también tuvimos que sacar visas nada baratas que nos permitieran el ingreso. En Bintan comenzó la pesadilla de ver—y no poder evitar—cómo nos mentían y nos cobraban precios ridículamente excedidos para llevarnos hasta hoteluchos deprimentes que resultaron ser nuestra única opción de alojamiento, ya que el fuerte de la isla son una serie de resorts injustificadamente impagables. Conclusión: tuvimos que alojarnos en un apart-hotel sucio y triste enclavado en medio de un minúsculo pueblo local, donde no había comida aceptable ni conexión a internet ni transporte hacia la zona de playa, excepto tomarse un taxi de 15 minutos por 15 dólares…, cosa que hicimos para poder, al menos, almorzar en uno de los resorts y averiguar desde allí nuestras opciones. No había opciones, más que volver a Singapur y pasar los diez días restantes en el país más caro que pisamos hasta ahora. El ataque de pánico que devino se sobreentiende. Dormimos mil horas y, al día siguiente, regresamos a Singapur e hicimos las paces con la única posible salida de esa locura. Nosotros, que emprendimos un viaje soñando con islas desiertas, estamos involuntariamnte más urbanos que nunca.


Raffles Medical Hospital


Irónicamente, esta única opción resultó la apropiada: ambos tuvimos necesidad, en el curso de los días subsiguientes, de atención médica y descanso. Preguntarás, como yo, ¿nos habríamos enfermado si no hubiésemos atravesado todo ese estrés y no hubiésemos contado con tantos días más en Singapur? No lo sabemos. La cuestión es que así sucedió, y agradecimos estar acá para el caso. Reponerse es más fácil en un país donde se puede comer la verdura cruda, donde el agua de la canilla es potable y donde los taxis tienen terminantemente prohibido regatear.


Nos hicimos habitués de la clínica Raffles. La primera vez que la habíamos visitado—tangencialmente, puesto que entramos simplemente para ir al baño—no podíamos imaginarnos que volveríamos tres veces más. Además de los paseos que detallo con placer más abajo, gran parte de nuestra estadía se fue en trámites de salud y de seguro médico, y en culposo pero agradecido reposo. Hay que decir que todos los medicamentos que nos recetaron estuvieron incluidos en las consultas y los tenemos en nuestro poder. Muajajá. Fin de las desgracias.


Condensado de aventuras:


El obligado descanso nos regaló también días de acontecimientos pequeños y sagrados. Arrebatándonos toda agenda o plan, nos llevó a cuidar uno del otro y satisfacer nuestras necesidades de silencio e introspección.


Nos alojamos en cuatro hoteles diferentes durante estas dos semanas tan acontecidas. El que más nos gustó fue un hostel en una zona que podríamos llamar la Recoleta de aquí, pero sobre el río. Es una especie de madriguera laberíntica de pasillos y escaleras con más de sesenta habitaciones sin ventana—lo cual estoy convencida de que en Argentina sería ilegal—, pero cuenta con una terraza muy linda donde tomamos café y cacao gratis mirando el río, los edificios de estilo clásico y colonial y torres ultramodernas que ofrecen shows de lásers al anochecer. Salíamos por la puerta del hostel directo a Boat Quay, una romántica calle repleta de restaurants de todas las nacionalidades casi sobre el agua, donde lo único desagradable era el acoso de los recepcionistas intentando captar comensales y la presencia, tristísima y abundante, de seres marinos en peceras esperando ser elegidos como presa fácil e instantánea. Impresiona ver cangrejos más grandes que mi cabeza con una pata colgada del borde de su contenedor en un intento inútil por liberarse. Esto forma parte de las contradicciones que encontramos en esta ciudad-estado tan asociada al progreso: por un lado, alta tecnología, alta seguridad, excelente transporte, ausencia de basura en la vía pública, estrambótico diseño, inclinación hacia la arquitectura ecológica…, por otro lado, falta de consciencia en relación a los animales, falta de consideración a la hora de ceder el asiento en el metro, poca sustentabilidad real, poco uso de energías limpias, y derroches ostentosos en efectos dignos de la ciencia ficción pero no del cuidado de lo natural. Algo de show capitalista y algo de verdadera evolución, en esta ciudad que pide a gritos el mote de “flashera”.


Lo natural y lo artificial conviven y se fusionan aquí. Uno de los muchos hallazgos que nos sorprendieron en Singapur es el no haber visto un solo beso de pareja. De hecho, tampoco vimos peleas, discusiones ni casi, a decir verdad, expresiones emocionales de ningún tipo. La gente es amable, pero evidentemente el conservadurismo característico de toda Asia le imprime una frialdad ajena a nuestras costumbres, alimentada por el individualismo que fomentan los teléfonos celulares. En los hostels nadie se habla—nosotros experimentamos la desagradable excepción en algunos casos en que nos peleamos con ruidosos ocupantes de habitaciones vecinas. He de decir que, tras haber comentado este mes lo difícil que es asombrarse cuando uno ha viajado mucho, sin duda Singapur nos ha asombrado de varias maneras. La más espeluznante: el país aplica la “pena capital” sobre quien sea descubierto traficando drogas. La más hermosa: la vegetación selvática propia de la zona crece alrededor y también dentro de los edificios, reviste recepciones y cuelga de los costados de torres que yo sólo había visto antes como maquetas futuristas. El hotel Park Royal es un bello ejemplo, con sus jardines elevados, sus glorietas-capullo en altura y su estructura de miles de capas curvas. El jardín botánico de Singapur es el más grande y espléndido que visité en mi vida. Se extiende sobre aproximadamente un kilómetro cuadrado y regala (literalmente, puesto que es de acceso gratuito) vistas, aromas, texturas y sonidos de todas clases. Se mantiene abierto hasta la medianoche y ofrece una gran cantidad de caminos a lo largo de los cuales perderse es una gran posibilidad y un gran deleite. Hay zonas de selva, zonas de bosque y zonas de prado en que se permite pisar el pasto. Vimos gente corriendo, paseando perros, jugando al frisbee y haciendo picnics a todas horas. Hay dentro del parque dos áreas de comida rodeadas por cascadas. Y en cada cubículo de los baños se puede uno entretener con carteles que revelan datos curiosos acerca de las plantas del lugar. Sinceramente, ¿qué mejor que hacer pis leyendo sobre las propiedades de la semilla que acabás de descubrir en tu camino? Este sitio es, a mi sentir, el más apacible de toda la ciudad, y elegimos visitarlo una segunda vez para disfrutarlo a fondo. Por unos dólares, accedimos además al jardín de orquídeas más grande del mundo, alojado dentro del Botánico, y fue un verdadero placer.


Otro jardín imperdible, aunque mucho más ligado a lo artificial, es el llamado Gardens by the Bay. Se trata de un predio igualmente imponente pero mucho menos agreste; una especie de Jurassic Park o Disneyland verde—y navideño, dada la época. Hay lagos, cascadas, jardines temáticos que presentan vegetación y paisajismo de estilos indio, chino y malayo. Hay un patio de comidas gigante. Hay una glorieta desde la cual un coro cantaba villancicos. Hay una placita muy iluminada donde funcionaba una máquina de nieve artificial. Hay puestos de merchandising. Hay un conjunto de esculturas rarísimas que son un entrelazamiento entre metal de color violeta y plantas que crecen en torno a él para dar, en su totalidad, una imagen de árbol gigante, duro y de apariencia extraterrestre. De noche todo se ilumina, y uno puede subir por el ascensor que viaja por dentro de uno de estos ‘árboles’ y recorrer un puente colgante estrechísimo que lo lleva a otra de las esculturas y que proporciona—además de vértigo—una vista de todo el parque. Coronan estos jardines dos domos de vidrio de gigantesco tamaño, para los cuales pagamos entrada y salimos bastante decepcionados. Uno es una especie de invernadero descomunal que contiene un bosque vertical con enormes cascadas. Otro se anuncia como “domo de las flores” pero es, sobre todo, una colección de baobabs, raros cáctus y plantas suculentas de distintas partes del mundo. No es que no fueran interesantes pero, a mi gusto, esa clase de despliegue costoso y encerrado me parece más bien creepy.


Desde Gardens by the Bay se puede subir a un puente preciosamente vegetal que atraviesa el hotel Marina Bay Sands, mundialmente célebre por la pileta infinita que sostiene inconcebiblemente sobre sus tres torres curvas. Subimos a espiar la pileta de costado, a ver la vista impresionante del mar y, en la recepción, disfrutamos de un conjunto de cuerdas en vivo y de los cálidos consejos que nos dio una de las conserjes, con quien quedamos en contacto. El puente que atraviesa el hotel se prolonga hasta ingresar en el shopping más top de esta ciudad superpoblada por shoppings, con arroyo interno y góndolas incluidas. Se ve desde allí la enorme rueda de cápsulas que gira lentamente dando vistas completas de la ciudad. Al lado del shopping se ubica el Museo de Artes y Ciencias, con su llamativa forma de flor de cemento, donde actualmente se puede ver una exposición de manuscritos de Leonardo Da Vinci. Lamentablemente, resulta demasiado cara para nosotros, que visitamos el resto del museo y nos decepcionamos bastante. Desde el predio del museo y del shopping surge un puente extraño y futurísticamente bello, con hélices de metal, red y plástico que lo envuelven. Si se lo recorre, se desemboca en la Explanada, complejo céntrico y cultural de Singapur, donde se concentran eventos audiovisuales, teatrales y musicales, además de los tan anunciados fuegos artificiales de fin de año que degustamos ayer entre mareas interminables de seres humanos. La Explanada da sobre una gran bahía donde flotan miles de pelotas inflables sobre las cuales la gente (¡nosotros incluidos!) ha escrito deseos para este año que comienza.


Si se bordea la bahía se llega al Merlion, la estatua del león-sirena que representa a Singapur: Singha pura, antaño un pueblo de pescadores que llevaba otro nombre, significa en sánscrito “ciudad del león”. De allí, luego de escuchar recitales gratuitos del programa Celebrate December, cruzamos varias veces la calle hasta el hotel Fullerton, otro ejemplo de lujo pero, en este caso, clásico y más a nuestro gusto. Él encabeza el Boat Quay, que ya es nuestra zona más querida. Exceptuando esa y otras áreas marcadamente turísticas o étnicas, para estupefacción de latinos y europeos resulta imposible encontrar un restaurant o una confitería sobre la vereda. Parece que casi nada existe fuera del shopping, institución que llega a su apogeo en la zona de Orchard Road. El barrio indio, por su parte, es una serie de callecitas no muy especiales de las cuales rescato solamente la belleza de los saris que usan las mujeres cotidianamente. El barrio malayo es pintoresco; una especie de mini Soho con una mezquita al final de la calle principal. Chinatown es el barrio chino más prolijo que conocí en mi vida, aunque con el habitual hormigueo de muchedumbres entre negocios de baratijas y hierbas extrañas. El templo budista es enorme e interesante, y disfrutamos de su sala de meditación. El wifi es gratis en todo el barrio y hay varias calles techadas donde se puede comer más tranquilamente. Acercándonos desde ahí al Boat Quay, descubrimos bellas calles románticamente iluminadas y llenas de restaurants internacionales. Hicimos uso extensivo de la red supra y subterránea del MRT (Massive Rapid Transit), que es enorme y abarca toda la ciudad, incluido el aeropuerto. Independientemente de la temperatura externa—aquí bendijimos el paraguas tanto bajo la lluvia como bajo el sol aplastante—, dentro de los pulcros vagones siempre hace unos absurdos 18°C. En vagones y estaciones está prohibido comer y beber. Para mí, que en Buenos Aires he llegado a comer ravioles en el subte, es un cambio.


No alcanzamos a ir a Sentosa, una zona de playa más alejada donde además está el Universal Studios de Asia. Quedará pendiente para alguna otra vez… En este momento no llueve, y Fabi aprovechó la última tarde aquí para ir a visitar el Museo de las Civilizaciones Asiáticas, mientras yo acaricio mi resfrío escribiendo en la cama, donde el tiempo se estaciona para que termine este relato. No voy a decir “mañana, Vietnam”, porque aprendí que realmente no se sabe.


Lo que sí sé es que me estoy fortaleciendo, que la práctica ayuda a navegar las emociones, y que he descubierto una profundidad inconmensurable en el amor que comparto con mi compañero de vida-viaje. Amar, y confiar en el tiempo, en el espacio y en el mundo son estados gemelos. Por eso, sigo esperando que mis aventuras refuten la sensación, a veces tan palpable y oscura, de que la seguridad y el bienestar sólo provienen del dinero. Sigo buscando la manera de vivir en este planeta, cuya vitalidad y abundancia son aún invisibles para tanta gente que no nos ayuda—ni material ni emocionalmente—si no recibe moneda a cambio. Mis deseos para este nuevo año: que proliferen las tetas naturales; que revivamos y despertemos a la gracia y belleza de cada uno, y de nuestro gran hogar; que me sepas tu familia, aunque no me conozcas, aunque no te conozcas; que mi confianza y amor sigan creciendo y expandiéndose hacia todo lo que me rodea; que cada uno encuentre su rincón de playa, montaña o bosque y construyamos una vida de la cual no queramos tomarnos vacaciones; que nuestros hijos crezcan sanos, felices y conscientes; que los aviones de las aerolíneas asiáticas dejen de caerse.


Te abrazo, abierta, como siempre.



Singapur, Enero de 2015

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