Después de recorrer Vietnam decidimos pasar cinco días en Siem Reap, Camboya, el lugar ideal para admirar las ruinas y los rostros más bellos de Asia.
Más allá de su belleza, que proviene de una mezcla étnica entre lo oriental y lo indio, los camboyanos nos agradaron bastante gracias a su general simpatía y alegre disposición. Ya en el aeropuerto, donde muchos extranjeros debemos tramitar la visa para ingresar al país, nos relajamos viendo a los oficiales reírse y llevar adelante la burocracia con ganas y gracia. El taxista que nos condujo al hotel también fue muy amable, al igual que la mayoría de los conductores de túk túks (motocarros) que conocimos durante esos días. Incluso dimos con un centro de masajes donde el trato, además de las instalaciones, fue muy bueno (no se puede decir lo mismo del servicio en sí, lamentablemente; como en todos estos países, uno es un número más cuyos pies hay que masajear sin variaciones ni delicadeza, mientras se mira para otro lado buscando los siguientes clientes).
No es que camboyanos de todas las edades no se dedicaran a intentar vendernos cosas y servicios, como todos sus vecinos, sino que lo hicieron de buena manera y sin acosarnos demasiado. La única—aunque muy enervante—excepción fue una chica a la entrada de uno de los templos, que se presentó usando hermosas palabras castellanas y regalándonos pulseritas, para luego insultarnos cuando abandonamos su puesto de ropa sin comprar nada y pidiéndole que dejara de insistir; su dominio del castellano era acotado pero muy conveniente, como pudimos apreciar cuando gritó “¡tacaño loco turista!”, tras lo cual estuve a punto de zarandearle la hipocresía y falta de respeto. Siempre me he considerado una persona abierta y amante de la diversidad pero, lamentablemente, estos países por momentos pueden hacernos sentir inmersos en una sociedad de chimpancés… aunque no conozco ningún chimpancé que se acerque zalamero a propinar halagos a modo de chantaje y luego te injurie por la espalda. Los monos suelen ser más bien auténticos, como quedó demostrado en Angkor Wat, donde uno enfiló directamente hacia mí, me arrancó de la mano la bolsa de plástico que llevaba y procedió a comerse las bananas que había dentro. Esa candidez fue aclamada con risas.
Los templos de la cultura khmer—enriquecida por la cultura india y asolada por los cham, los siameses y los mongoles—son realmente una maravilla, en su cantidad, en su original calidad y en su posterior fusión con la naturaleza a través de los siglos. Elegimos hacer dos veces el circuito chico, que incluye seis templos, y así disfrutar de cada uno con mayor detalle. Cubriendo las distancias entre ellos, hay preciosos trayectos selváticos y un enorme lago.
El primer templo que se visita es el más pequeño y sobrio, de estilo champa y, por ende, muy similar a algunos de los que visitamos en Vietnam. Preah Keo es el más antiguo de los seis, hinduista, construido en el siglo IX y nunca terminado. A partir del siglo XII el Budismo tuvo injerencia en la zona; Banteay Kdei es un ejemplo de ello, y el único que exhibe piedras de tono rojizo. Por su parte, Ta Prohm, a través del cual Angelina Jolie anduvo de búsqueda durante la filmación de Tomb Raider, fue un masivo monasterio budista y es hoy una de las ruinas más hermosas porque no ha sido rescatado de la selva, que lo ha incorporado a su vida. Angkor Thom (“gran templo”), con su multiplicidad de complejos, es uno de los más impresionantes y un ejemplo del modo en que, aquí, el Budismo fue superpuesto al Hinduismo: en sus comienzos fue erigido en honor al dios Vishnu, y luego Buda tomó preponderancia en el edificio. Este complejo es abundancia de gris oscuro, de columnas, de caras búdicamente sonrientes esculpidas en la piedra, de escalinatas empinadas, de fabuloso bosque circundante, y su Terraza de los Elefantes enmarcada por copas de árboles gigantescos ofrece un hermoso lugar para descansar del sol. Miles de piedras, que antaño formaron parte de alguna estructura que hoy desconocemos, descansan sobre el pasto en los márgenes de los caminos de entrada a cada templo. Angkor Wat (“ciudad del templo”), hinduista y mundialmente conocido, goza de la entrada más impactante y señorial. Una amplia calle de piedra cruza un anchísimo foso verde esmeralda, conduciendo a las puertas de este templo-ciudad cuyas cúpulas piramidales—si así pueden llamarse—se ven desde lejos. Una vez dentro, la calle elevada continúa a lo largo de unos doscientos metros, y a sus costados se extiende un parque bucólico habitado por árboles y las familias de monos semi-bigotudos propias de la zona. El edificio en sí es enorme e intrincado, y al atardecer aloja un show de danza local típica. Por detrás, sigue el bosque y pequeñas construcciones adyacentes; todo está enmarcado por el foso rectangular ante el cual hay que vencer la tentación de darse un chapuzón refrescante.
En el Medioevo, mientras Europa erigía castillos feudales y era atravesada por cruzadas cristianas que transformaban sinagogas y mezquitas en iglesias, aquí también los reyes se derrocaban entre ellos y empleaban la piedra para construir templos a sus dioses, permitiendo que una religión sustituyera o integrara a la otra. Las diversas figuras talladas, representativas de divinidades y de escenas de la vida cotidiana de cada pueblo, son prueba silenciosa de ello. Aún no se sabe con exactitud qué fue lo que motivó el abandono de estos templos. Muchos árboles de los que acariciamos con fascinación podrían contar la historia; están tan enamorados de lo que quedó que se entrelazan a ello con raíces gruesas y todopoderosas. El verdín también ha reclamado su parte. Como siempre que el tiempo lo permite, la naturaleza se eleva triunfante por sobre la obra humana.
Siem Reap sigue creciendo gracias y en torno al turismo; en la cuadra de nuestro hotel, sobre la cual había varios otros, vimos al menos tres hoteles más en pleno proceso de construcción. La zona de los templos está a casi media hora en túk-túk, el medio popular de transporte para los turistas. Dado el excesivo calor, nos quedamos con las ganas de alquilar bicis para recorrer los tranquilos senderos que se abren en el bosque entre las ruinas de lo que eran aquellos centros ostentosos y populosos. En una ocasión, nos quedamos a pie y un oficial de policía nos llevó en su moto por pocos dólares. Debió de ser una escena muy cómica para observar desde fuera: el policía delante, Fabi detrás—perdiendo su sombrero de mimbre—, y yo prensada en el medio, apoyando los pies sobre los de Fabi, intentando no tragarme el casco del policía, a toda velocidad por la avenida. Lo único que nos importó fue la vista del atardecer entre los árboles… Jamás habíamos visto un sol tan grande y tan perfectamente rojo. De hecho, es una atracción muy promocionada el ascenso a una de las ruinas especialmente para ver el atardecer sobre la selva; nuestra opinión, tras la experiencia, es que no justifica el tiempo de espera en infinitas colas ni la multitud que se acumula y se apretuja para sacar algunas fotos. Recomendamos quedarse en cualquiera de los miradores y ahorrarse la molestia. O simplemente sentarse a orillas del lago—eso sí, a olvidarse de los pic nics, porque los monos son los actuales dueños y señores de este sitio sagrado.
Nos alojamos a pocas cuadras de la bien llamada Pub Street, zona turística por excelencia y el mejor lugar para comer de todo, comprar de todo, escuchar bandas mediocres de covers y grupitos de veteranos de guerra unidos por sus heridas y devenidos músicos del folk instrumental local. Cruzando el río por alguno de los puentes, se puede practicar el deporte del regateo en la gran feria de ropa, joyas y objetos, o pasear por pitucas galerías al aire libre que ofrecen restaurantes y negocios de lujo. Éstas constituyen vistosas excepciones dentro de uno de los países más baratos del continente asiático.
Con todo, Siem Reap resultó ser un excelente lugar para maravillarse y reponer fuerzas antes de enfrentar el legendario Bali. Quedará para otra vez la visita a las playas camboyanas, cuya belleza es tan mentada como su riesgo de malaria. ¿Será ese peligro sólo una leyenda, como dicen algunos que han vivido en la zona? No lo sabemos.
Nusa Lembongan, Indonesia, Febrero de 2015
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